A quien le cuente que yo tenía el firme porósito de escribir aquí casi cada día puede echarse a reír. Lo sé. Pero voy a poneros al día:
Llevo una temporada un poco rara. Me felicito y me regaño a ratos, y al final todo termina siendo muy desconcertante. Es como tener un coro de yos en la cabeza. Algunos me regañan por el montón de cosas que debería haber hecho (pasar la escoba, transplantar el limonero, el rosal y el jazmín, ir al gimnasio, aplicarme con la lectura), mientras otros me felicitan por las cosas que he hecho aunque me supusieran un auténtico esfuerzo (mantener un orden, ir cada día a la oficina maldita, planificar las comidas, levantarme sin rechistar... casi siempre), y otro coro de voces opina que bueno, que no se puede hacer todo al mismo tiempo y que dentro de todo lo llevo bien, mientras otros ponen el grito en el cielo diciendo que ya está bien de darse cancha, que todos sabemos que puedo hacerlo mejor.
Es agotador ir oyéndoles todo el día, todos los días, a todas horas. Y entre eso y la temporada de cambio de tiempo ha vuelto la migraña. No la echaba de menos, y lo que es por mí podía haberse ido para siempre, pero va a ser que me ha tomado cariño y no piensa desaparecer. Es como estar escuchando ruido blanco a toda leche. Lo convierte todo en brea. Maldita.
Y a todas estas ha vuelto el otoño. Esta mañana, bajando hacia Sagrada Família, he cerrado un momento los ojos y he olido el aire. Estaba saturado de perfume de flores tardías y de humedad. Aún no hace frío, pero ya tengo ganas de asar castañas y boniatos y taparme con una manta en el sofá, con algún gato en el regazo y en buena compañía.
Parece mentira que estemos casi en noviembre. Yo aún no he dejado atrás del todo el verano.
Cuidado con Oscar Pulitzer
Hace 1 año
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