En el instituto, uno de mis profesores favoritos (concretamente el de matemáticas) me contó que pintaba acuarelas. Esa conversación tuvo como marco, creo recordar, la cantina, donde a veces me sentaba con algún profe con el que me dedicaba a arreglar el mundo durante el desayuno. No; no era peloteo (y mis notas son buena prueba de ello) sino ganas de salir un poco de las típicas pullas de patio de colegio que, aún a aquellas alturas, parecía que durarían siempre.
Y hablando sobre ello, observando mi sorpresa e interés, me dijo que si me hacía ilusión me enseñaría alguna de sus acuarelas. Al cabo de pocos días vino con su carpeta, llena de paisajes, de puestas de sol y de cielos amarados de tonos azules.
Será cosa del momento o de la persona de la que venía, pero lo que hasta aquel mismo momento me parecía algo reservado a los críos y a los tenderetes de las Ramblas, flojo (¿cómo podían compararse esos borrones de colores con la rotundidad y fuerza de un óleo o, incluso, la luz de los pasteles?), cobró una dimensión distinta. Viendo alguna de sus láminas, alguno de sus bocetos, me fijé en las líneas en lápiz que quedaban marcadas, tan sutiles, detrás de las aguadas. Esos escenarios grises, a penas sugeridos sobre el papel grueso y granuloso, se llenaban de colores suaves que se mezclaban y rivalizaban entre ellos, superponiéndose a trozos como si mirases un juego de gasas a contraluz.
Nunca más he podido mirar una acuarela sin recordar con cariño a aquél caballero que compartió conmigo algo que no tenía nada que ver con las clases de mates, que me permitió meter las narices en un pedacito su vida, y que me halagó permitiéndome ver cómo por unos instantes su expresión (la de un señor que triplicaba mi edad, que era mi profesor y a quien yo respetaba profundamente) se tornaba inquieta, como la de alguien que espera un veredicto, para pasar luego a convertirse en la cara de dicha de un padre orgulloso de su obra.
Me acuerdo de él especialmente en los amaneceres, ahora que la primavera lucha por ganarle el pulso al invierno, ganándole horas de luz a la noche, llenando cada minuto con millares de matices que seguramente desde otros ojos, sin haber visto jamás una acuarela como la he visto yo, serían solo momentos grises y opacos; un esbozo sin más potencial en lugar del inicio de una obra entrañable esperando ansiosa su agua tintada.
En el fondo (y esta es una de esas ideas ridículas que surgen a veces de las asociaciones libres, de ese profesor, de este momento y de cuanto me rodea) me siento como si empezara darle color a mi nueva acuarela.