El otro día me convocaron a una reunión en el trabajo. El objetivo; conocer mejor la entidad que me paga el sueldo y la obra social de la misma. Vaya; comerme el coco (a mí y a 10 de mis compañeros) para que saliésemos de ahí transpirando corporativismo.
Antes que nada debo decir que lo pasé en grande y que me encanto cuanto me enseñaron (quedé francamente impresionada), y, en el plano personal, estoy encantada de trabajar en un sitio donde uno de los subdirectores (un tipo que debe cobrar al mes lo que yo en todo el año) destina media mañana a sentarse con un grupo de pelauvas y charlar alegremente con ellos (nosotros), que nos identificó a todos por el nombre (tengo asumido que debió empollarse las fotografías justo antes de que llegásemos) y se interesó por lo que queríamos contarle. Incluso (entre risas) valoró positivamente mi propuesta de establecer un plan de jubilaciones parciales a los 35 años.
A pesar de eso me apetecía reseñar algo que sólo sucedió en mi cabeza.
Como primer acto del día, sin más que un café con leche en el cuerpo y habiendo madrugado más que de costumbre nos reunimos en la sala del comité de dirección. Todo madera maziza, cuero y pantallas LCD. El caballero que presidía la reunión nos contaba la filosofía de la casa y los valores corporativos que ahi se aplican. Todo ello con un canturreo (casi un arrullo) casi hipnótico. Algún resorte raro debió saltar en mi cabeza, porque vi pasar, en mi cabeza, una escena digna de Resident Evil (o El Perfume, quién sabe). En ella, todos los presentes nos abalanzábamos sobre el ponente y empezábamos a desollarle y comérnoslo, en una orgía de sangre digna de la peor película gore.
Creo que a veces se me va algo la pinza.